Aquella tarde, en medio de una crisis de llanto, su padre dijo: “Vas a tener que hacerte cargo de esto”.

Todo lo hacía dificultosamente, por supuesto caminar; la mano izquierda acariciaba las paredes imprimiéndole el peso de su vida al trayecto entre su habitación y el baño, el baño y la sala de estar, la sala de estar y la cocina. Luego en reversa.
Sería el mantra practicado con sus dedos, a flor de piel, una de las tantas ceremonias acostumbradas para asirse a lo que quedaba. “Te doy mi palabra”, respondió, y de reojo observó si lo expresado era un bálsamo o una anestesia temporal que se repetiría mes a mes, por años.
El ictus modificó aún más su comportamiento. Tuvo que optar entre poner ese cuerpo ajado entre aquellas paredes, su propia casa, o un geriátrico. Dos meses más tarde, como predijo el gerontólogo de la clínica, su padre hizo del geriátrico un hogar intercalado con recuerdos.
Abdicó 155 días después. Expiraba cuando ingresó una joven policía. Parte de la familia alrededor del lecho se sobresaltó. Él, el Encargado, sonrió porque sus familiares desconocían tantas cosas sobre el moribundo como el trámite mensual de verificación de supervivencia.
Llegado el momento, Los Colorines propusieron una inmobiliaria especializada en obtener clientes dolarizados. La otra parte acordó sin remilgos, al fin era contante y sonante.
EME.E., ataviada como una princesa árabe, y ESE, su asistente, recomendaron evacuar cuanto antes; ayudaría a que los compradores proyectaran su vida allí y el difunto fuera eso, el paulatino desmembramiento del pasado.
Durante la donación de libros, ropa, revistas, anteojos, dentadura postiza, Mario le confió detalles de su oficio de desarmador: herederos que se negaban a reabrir la casa de sus progenitores por años, y él debía hacerlo entre antiguos vestidos de novia que al ver el Sol se desgajaban de polillas y roedores.
Comenzó el desarme de la casa como el ex habitante no hubiera imaginado.
A T, E y C les llevó días y más días vaciar el lugar. A su vez alertaban cuando los afligidos otros acarreaban cajas de las que chorreaban el agua de la pava y de unas ollitas de aluminio. La capacidad de amor de algunos conocidos se desnudaba sin tapujos, hasta que ese baile del caño moral lo convenció de cuánto los desconocía.
Allá iban macetones con su tierra y sin plantas. Refrigeradores de los ‘50. Trampas para lauchas y ratas, con souvenires de sus inquilinas. Cajas de cartón tan antiguas que adolecían de los luego omnipresentes códigos de barras.
Estiraban impúdicamente los brazos al interior de los ventanales para agarrar más de lo que abarcaban.
Aquellas paredes amadas comenzaron a dar muestras de la ausencia del fundador: al extraer un calefactor se fueron con él una buena parte de la mampostería y los caños de eliminación de gases.
Tenían por regla amontonar el saqueo más allá de la capacidad de transporte y algunos muebles se venían abajo antes de que los changarines gritaran “¡arre!”.
El Encargado recibió un llamado telefónico: un viejo amigo de su padre se había enterado de la muerte. Propuso falsificar un casamiento para seguir cobrando la jubilación del difunto.
Callada soledad. Suya, de las viejas paredes. Entregó llaves. Firmó escrituras. Saldó cuentas. Se alejó lentamente de aquello que había sido. “¿Te vas a permitir llorar, después de todo?”, dijo ella al verlo regresar, desarmar el escudo y acomodar la armadura en un rincón.


Este texto fue escrito durante el IV Mundial de Escritura, realizado en junio de 2021. El autor integró el grupo “el jardín de Alejandra”.