Desde pequeña creyó que si Dios jugaba a los dados, el buen señor no lo había dispuesto bien para ella.

Faltaba un sol espléndido sobre su cabeza. Era primogénita de una familia de inmigrantes que cayó en aquel remoto lugar para reinventarse, dejar acento, costumbres, religión y construir una existencia juntos. ¿No eran esos los mandamientos?, reproducirse y dominar la naturaleza para ser alguien: era ellos, ahora yo, ella, con él, los nuestros. Vio que con su madre siempre decidían otros: trepar a un barco, cuidar de sus hermanos, aceptar un esposo, procrear, cuidar la casa. La madre había sido la primera mujer de su familia en recibir educación -en realidad Argentina parecía un buen sitio después de todo-, pero allí se detuvo su progreso. Los otros, una vez, y otras más, siempre los otros hasta el fin de sus días. Lo hizo muy bien, claro. Ella también era la primeriza de la manada. ¿Qué significaría educarse en la misma escuela que su madre? Luego de los primeros años de juegos y garabatos lo comprendió. ¿No es que se comprende con la observación? Quería saltearse la parte correspondiente a la imitación materna. Había observado a esa familia: dos boyaban, pero eso no era un inconveniente mayor para los varones. Entre las mujeres una se había casado con un terrateniente y ganadero, otra con el propietario de un hotel y una cadena de barberías -con sus anexos de lotería y quiniela-, la tercera con un panadero que también tenía inclinación por los bienes raíces. Su madre era plena y únicamente eso: madre de cuatro hijos, tres hembritas y un varón, esposa de un empleado de Correos, y hermana de cuatro varones, los dos ineptos y dos que se dedicaban al comercio de ganado, uno, y otro era propietario de un enorme almacén en el centro de la ciudad.
La oficina de Correos local tenía uno de los edificios más modernos del territorio, ochenta años atrás cuatro pisos no eran poca cosa; los empleados acostumbraban almorzar en el hotel frente a la estación para volver a sus importantes tareas. Su padre era el único que recorría las siete cuadras para comer en familia. Cuando joven mostró talentos con la escritura y el dibujo, pero eso no sustentaba nada, así que ese multiplicado recorrido diario era un recordatorio ineludible de cómo habían terminado sus pretensiones.
Un buen día lo trasladaron a la ex primera capital provincial. Allá fue la familia. Ella y sus hermanas ya habían dejado la educación habitual para señoritas: dactilografía, taquigrafía, archivística, idiomas, secretariado. En ese pueblucho debieron conformarse con trabajar en una tienda, donde rotaban entre la atención al público y la costura. Ella tenía vocación artística, y creyó que el hijo del tendero la pretendía por eso, pero lo que el príncipe de los géneros reclamaba una especie de derecho de pernada.
“No es culpa suya, hija”, dijo su padre ante el traspié. La enviaron a casa de su tía en Buenos Aires, que había abierto un petit-hotel en Castelar, una zona de casaquintas para clase media y alta de la Capital Federal. Bajo la mirada atenta de la tía superó el período en que la joven podría quitarse la vida.
La familia regresó a la capital provincial como pudo; las tres hijas fueron incorporadas a las oficinas públicas del territorio nacional, tal lo prometido por el dueño de la tienda.
Ella invertía parte de su sueldo en Corín Tellado, algunas alhajas y electrodomésticos. Siempre tenía diferencias con su madre por los gastos, era apañada por su padre. Hacía compras superfluas, como todos los empleados públicos, en ese Gran Bazar institucionalizado que era la sede gubernamental, una especie de casino en que circulaban las apuestas para salir de allí rumbo a una existencia más holgada.
Un día después de sus veinticinco años falleció su padre. Cáncer de fumador. El día previo a lo irreversible le dijo: “no es su culpa, hija. Sea feliz”. Salvo el varón, las cuatro fueron a Buenos Aires por un tiempo. La tía hacía que las jóvenes asistieran a reuniones sociales para despejar la mente y el corazón.
Después de entonces, ella acostumbraba regresar a Buenos Aires, por los médicos y porque ese remanso porteño servía para aliviar la nostalgia, el remordimiento, la pesadumbre. A los treinta, en uno de esos viajes conoció a un hombre mucho más joven. Se casaron. Fueron a vivir a la capital provincial. Al tiempo él la obligó a dejar el empleo en Casa de Gobierno, le regaló alhajas, permitió a Corín Tellado. Llegaron los hijos.
Su padre estaba ausente para absolverla. Era la vencida.


Este texto fue escrito durante el IV Mundial de Escritura, realizado en junio de 2021. El autor integró el grupo “el jardín de Alejandra”.