“Quando alguém topa com ela só tem dois meios de se livrar: ou ficar parado, muito quieto, de olhos fechados apertados e sem respirar, até ir-se ela embora, ou, se anda a cavalo, desenrodilhar o laço, fazer uma armada grande e atirar-lha em cima, e tocar a galope, trazendo o laço de arrasto, todo solto, até a ilhapa!” 1 Lendas do Sul, João Simões Lopes Neto
Esta historia la oí en una ronda de mate, en un campo cercano a Santa Rosa cuando atardecía y me disponía a tomar unas fotografías de ese espectáculo deslumbrante. Me alejaba de la fogata con la intención de ‘ganar campo’ y poder plasmar esa grandeza. Estaba por dejar la zona en que el pasto estaba emprolijado, un círculo perfecto, cuando uno de los peones me advirtió que no avanzara más, a menos que estuviera dispuesto a perder la vida, o, al menos la visión. Tomé unas fotos de la atmósfera terrestre, alborozada ante la partida del Sol en la revolución de nuestra planeta ante la estrella, y regresé al fogón. La rueda de hombres se había transformado en una herradura por la que escapaba el humo hacia el monte, llevando señales de la carne asándose. En ese entorno no faltaba el mate, aunque alguno apuraba los besos a una botella de barro con caña, luego de verter un chorro en la tierra, para que ella, y todos sus hijos, también bebieran.
João, quien me advirtió del límite, peón que siguió al dueño del campo desde Paso de los Libres, Corrientes, era el cebador de mate y tenía algunas historias distintas a las de estos parajes, adecuadas para esas ocasiones en que la mente se abre y la lengua se afloja ante un fogón. Lo escuchábamos entre curiosos y esperanzados en el avance del asado, mientras la noche llegaba e iban cambiando los ruidos diurnos por otros que resultaban desconocidos, invisibles, y por ello desconcertantes. Aquella situación, y libar caña junto a las brasas, tensaban los pensamientos y los preparaban para lo inesperado.
João contó que en su tierra, en las zonas descuidadas, de pastos altos, suele andar boitatá, una víbora que toma como trofeos los ojos de los vecinos, no sólo para dejarlos a oscuras, sino para que la oscuridad se asiente en el ambiente, hasta que boitatá sea despanzurrada y devenga el regreso de la luz.
João respingó, se sacudió como un perro viejo que escapa de un profundo letargo, y refirió que en una ocasión, ya en La Pampa, andaba con flojera y el médico del pueblo, superado por ese malestar que le agobiaba lo envió a Santa Rosa a que se hiciera unos estudios. Así hizo y luego de conseguir conchabo en la casa de un compadre en Villa Uhalde, embuchó unos mates, algo de galleta y cuando se disponía a enfilar al Hospital Lucio Molas, el dueño de casa le soltó unas palabras que lo desubicaron: “Compadre, lo desconozco, y parece que los chocos también, porque gruñeron en cuanto lo divisaron, y se fueron reculando, reculando, hasta que no los vi más… Esperemos que lo suyo no sea nada. ¡Vaya con Dios!”, señaló, como si lo bendijera. João se despidió de su compadre como un extraño, sin replicar el saludo ni volver la vista atrás para sonreír, como era usual en él.
Llegó de un tirón al Molas, y el cuerpo pareció sorprenderse por la destreza que mostró en la orientación, cuando jamás, nunca, había pisado aquél laberinto enorme. Cabeceó por un rato, en el cabresteo típico de los pingos para demostrar inquietud, y dio unas vueltas, abrumado por la cantidad de personas que había en las colas para sacar turno. Halló pasillos interminables que se volvían salas, repletas de gente. Y salones enormes, que de la nada se transformaban en pasillos, escaleras y corredores en los que se alineaban los consultorios. Finalmente, en uno de los pasillos de planta baja dio con una puerta, que daba a otra, y ésta a otra más, hasta que, por fin, emergió al aire libre; se halló de pie al tope de una escalinata de ladrillos rojizos que daba al sudeste, inspiró y, al cabo de un rato, regresó al interior. Preguntó por el especialista y le indicaron la cuarta puerta a la izquierda; más, como en un increíble juego de la oca, debió regresar a unas ventanillas y confirmar el turno. Las idas y vueltas, el embotamiento, le habían restado, aún más, voluntad y reflejos. Esperó cierto tiempo hasta que lo llamaron y allá fue; tras acceder por la puerta entreabierta, una mujer de espaldas le ordenó que se descubriera el torso y se sentara en una bicicleta que jamás-nunca había visto. El dispositivo difería del que tenía la hija del patrón; había muchos más cables y, eso sí, más allá que había que pedalear semi-acostado, divisó en la máquina unas palabras en portugués. Aunque ese lenguaje le era desconocido, tuvo la sensación que lo arrastraba desde la panza de su madre, allá en Paso de los Libres.
Más toda tranquilidad acabó cuando vio las uñas de la mujer, de un amarillo muy extraño, que hacían juego con los ojos, mientras avanzaba con las instrucciones y distribuía ventosas en diferentes partes de su cuerpo. En ese estado, no pudo determinar si la frialdad provenía de aquellas manos, de las ventosas o del cablerío que viboreaba sobre su humanidad. Pucha, verdad que son como culebras, se dijo, y se estremeció. “Ya se va a acostumbrar”, dijo la mujer, tal vez adivinándole el julepe: “no me diga que le hacen mal unos cables fríos”. ¿Cables?, pensó João, al fijar sus ojos en el cabello rojizo que le coronaba la cabeza. El hombre, quiso escapar, pero la fuerza de la mano izquierda de la enfermera lo mantuvo en su sitio: “Quédese quieto que va a estropear todo”, le dijo. Aterrorizado, João advirtió que era tarde para cerrar los ojos, y con tanto cablerío sería imposible sacarse el cinturón y tratar de hacer un lazo, improvisado, pero lazo al fin, como para sujetarla. Comenzó a sudar, y un hombre a su izquierda, Lalo lo llamó ella, que miraba otra pantalla a colores, le preguntó si habitualmente sudaba al hacer esfuerzo. “Sí… no… a veces”, balbuceó João, mientras las palpitaciones comenzaban a aflojar y caía en cuenta que no había perdido el sentido de la vista. Entonces, con decisión, repasó el cuerpo de la enfermera, mientras otra vez la abrazadera le aprisionaba el brazo derecho y la mujer pelirroja decía: 15-10, y Lalo, así le dijo ella, pulsaba unas teclas frente a la pantalla. Advirtió, entonces, que el uniforme de la mujer dejaba ver una piel blanca atigrada por venas azules, y divisó que el pecho era rematado por dos escamitas amarillas.
¿Cuánto duraría aquello?, se preguntó, recostado, con los pies sujetos por abrojos a las pedaleras. La mujer mandó a una joven, con un estetoscopio rodeándole el cuello, a preparar unos mates. “Estuve toda la noche en vela”, dejó caer la pelirroja. João no estaba en condiciones de responder, ni debía, ni se animaba a hacerlo. Esa mujer jugaba con él, como la boitatá aquella que refería João. ¿Cómo João?, se dijo, y pensó que el terror no lo dejaba discurrir con claridad. Escuchó que Lalo, el de la pantalla, azuzaba a la pelirroja: “¿Era morocho o rubio?”.
– “¿Quién?”, siseó la enfermera.
– “La noche… que te mantuvo en vela”, respondió Lalo.
– No lo sé. La noche, con la que no se embroma, estaba cerrada. Y yo andaba cabalgando, en sueños, pero cabalgando al fin, de aquí para allá. Dí vueltas toda la noche…", deslizó ella.
– “¿Cabalgando?”.
– “Sí, perseguía algo, o a alguien…”.
João arrancó los abrojos y los cables, abrió la puerta y escapó por el pasillo, ante la mirada atónita de algunos pacientes. Unos cuantos, celulares en mano grabaron la persecución, mientras la enfermera tranquilizaba a Lalo: “Déjemelo a mí”, y con el diablo en las piernas fue tras João. El hombre, torso desnudo, con el cablerío también empecinado en darle alcance salió hacia el Noroeste, disparando cruzó el patio, traspuso el alambrado olímpico del hospital materno inacabado y un intenso ardor le latigueó el cuerpo cuando un cable se enganchó y se liberó del alambrado. Se detuvo. Delante suyo, se hallaba una oscuridad que jamás había divisado. Volvió la vista y advirtió que también, allí, la oscuridad estaba decidida a rodearlo. Y, como un relámpago azulado, vio a la enfermera emerger a caballo. Destellos rojos, amarillos, espoleaban a la cabalgadura; era una cola que viboreaba por el lomo de la noche, en el pecho relumbraban dos escamitas rojizas y en la cabeza, pelirroja, una boca aullaba: “¡Quédese ahí! ¡Va a estropear todo cuando estamos por terminar!”. João corrió con boitatá apareándolo; corrió no sabe cómo ni cuánto, hasta que divisó un fogón. Llegó hasta el fuego y embadurnó su sudor con las cenizas. Con las manos las hizo llover sobre su cabeza, cerró los ojos, se embetunó con grasa y se entalcó con cenizas; se revolcó como un perro en la putrefacción.
El prófugo escuchó un galope sordo, un siseo, y el tintineo abrazado a su cuerpo. Boitatá también lo oyó, detuvo el galope en el lomo de la noche y la espoleó de fuego, porque un olor a quemado inundó el silencio. “¿Vamos brincar, gaúcho?”, escuchó que decía una voz sibilante. Sintió un tirón, y una laceración en las costillas: le habían arrancado el cable aquél. Se resistió a abrir los ojos, aunque una llama pretendía extirparlos. “¡Boitatá! ¡Vá embora!”, escuchó, con el ardor metiéndose en las costillas; sus ojos se aliviaron al oír la voz del correntino. Luego se oyó un alarido, y las palabras fueron acercándose para palmearlo: “Abra los ojos, amigo. Tuvo suerte, Boitatá está muerta. Pero ese cable que traía enroscado casi le juega una mala pasada, porque fue como un cascabel que atrajo su atención y ella podría haberle llegado a los ojos trepándole por las costillas”.
Ya con los ojos de par en par, observé que, lentamente, la madrugada se adueñaba del campo. ¡Qué felicidad! Me toqué el tajo entre las costillas, sacudí la cabeza y miré en derredor. Los otros comensales dormían embebidos por varias botellas de ginebra. En la cruz del asador yacía Boitatá, secándose y las dos escamitas chisporroteaban entre las brasas, mientras los ojos de otras pobres almas sublimadas por los rescoldos se encaramaban al alba.
Busqué la cámara y tomé una foto. João hablaba de la cazadora de ojos y de cómo la había visto, tiempo atrás, haciendo cabalgatas nocturnas por la zona. El peón desconocía si andaba tras su rastro, después de tantos años que había dejado Paso de los Libres, hasta que al advertirme del límite de los pastos cortados, supo que, positivamente, esa podía ser ‘la noche’ del encuentro. Porque nadie cree, argumentaba el correntino, cuando le dicen algo, como hice yo esta noche sobre el círculo de pastos ordenados. Nadie cree, hasta que ve, y el miedo lo invade, se alimenta de su terror y provoca que sueñe despierto, viva dormido, recorra otras vidas. Si halla el camino, le aseguro que el Sol se eleva, liberando los ojos, las almas, y nos invita a regresar a casa, sanos y salvos, dejando atrás tantas aventuras.
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Lea, en portugués, la leyenda La Mboitatá, de João Simões Lopes Neto. ↩︎