– Así como le digo, se cree que el carro fue sacado del coto de caza San Huberto que Pedro O. Luro1 había armado en unas cuantas hectáreas que su esposa, Arminda, había recibido de su padre, Ataliva2
– Es decir que Arminda…
– ¡Ay! ¿Siempre es tan impaciente usted?
– Vamos, vamos, siga con la historia…
– Bueno, como le decía, Arminda era sobrina de Julio Argentino Roca, el que condujo la llamada conquista del Desierto unos cuarenta y tantos años antes. Luro, el esposo de Arminda, casi podría decirse que marcaron el destino de los campos pampeanos: los que no terminarán en cotos de caza con extranjeros como propietarios, serán destinados al cultivo de la soja.
– ¿Soja?
– Sí; acá en el futuro, esto será cultivado como que ahora hay médanos y viento en esta Pampa irredenta.
– ¿Y cómo lo sabe usted? Si es que se puede saber.
– Porque cuando un enviado de Luro buscó faisanes y pavos reales de China para San Huberto3, allá le daban de comer a los puercos los granos de soja que crecen como acá se da el olivillo, el revienta caballo4.
Ese tipo se trajo unos granos en el bolsillo. Sin embargo, Luro prefería seguir con los cultivos tradicionales para alimentar ganado y gente. Y además, tenía la cabeza puesta en los cotos de caza que eran tan habituales en Europa, y atraería a la alta sociedad a un lugar exótico como este.
El tiempo dirá si tengo razón… Si la historia cambia, o se repite como un ciclo trágico.
No había llegado el ‘40 y Luro, agobiado por las deudas, por las luchas para lograr la autonomía de La Pampa, y por armar un puerto y un balneario para la alta sociedad en Mar del Plata, esas miles de hectáreas, 35 kilómetros al Sur de Santa Rosa, quedaron abandonadas, en manos del Banco Hipotecario Nacional.
– ¿Y, qué tiene que ver eso con este carro del que me habla?
– La propiedad regresaba a la Naturaleza, rápidamente, pero con ciervos, jabalíes, faisanes importados. El sitio, antes inaccesible para el común de los vecinos, se convirtió en el coto de caza de la capital, de Toay, y de Ataliva Roca, el pueblecito que recordaba al otrora depositario de estas tierras.
Al campo, orégano, como quien dice. La gente mataba el hambre con la caza, y se agenciaba lo que podía, para afrontar las deudas, la escasez de dinero, y la resaca del sueño de un país poderoso y rico, que iba en camino de una interminable pesadilla.
– ¿Y el carro?
– ¡Ah, el carro! Juan lo trajo conmigo de San Huberto cuando nos fuimos un par de días con agua, unas vituallas, un fusil, municiones, tabaco y papel para armar unos cigarros que a Juan le acunaban la paciencia, demasiado.
El asunto, es que una semana después, volvimos de aquella paz al pueblo, con el carro y dos rollos de alambre romboidal como carga. También se trajo unos charitos maneados y huevos de avestruz con los que su mujer, española como él, ¡se preparaba unas tortillas…!
– No se me vaya fuera del camino…
– Por las ramas, quiere decirme usted. ¿Señorita o señora?, si no le molesta que sepa.
– ¡Señorita! Y como sea, no se me pierda y siga la huella.
– ¡Como diga! El asunto es que el alambre que se trajo de San Huberto lo usó para el perímetro de la casa familiar en la calle Garibaldi. Esto que le digo, se lo puedo certificar porque lo vi. Esa zona era médano puro, pero con una bomba manual, mantenían gallinas, pavos, los charitos. La huerta, vides, rosales, dalias, mandarinos, naranjos, una damasca inmensa, y un pino que plantó él mismo con la ayuda de la mujer y de los tres críos: dos mujeres y un varón. También yo recibía lo mío por mi trabajo. ¡Qué épocas!
– ¿Y qué pasó entonces?

  • Que Juan regresó, conmigo, a San Huberto cuando pudo. El lugar, como le dije, era depredado por los vecinos de Santa Rosa en busca de comida y de cosas que Luro, y el administrador, hubieran abandonado en el lugar, antes que el Hipotecario u otras manos lo reclamaran.
    Cierta vez lo acompañé, sin el carro, y nos volvimos de tiro con un carruaje, en el que Luro, la familia, condes, duques, amigos de la política de Buenos Aires paseaban por San Huberto.
    Lo trajimos, y de paso, nos vinimos con unas perdices bajo el brazo y una pareja de pavos reales…
    – ¿Para qué?
    – Juan era así: bichero, y muy hábil con las manos. Hacía unos barriletes enormes: cajas, muñecos, granadas, estrellas. Con los hijos a la par, meta engrudo, varas de cañas de Castilla y una larga cola de tiras de tela -porque vientos eran los de antes-, se pasaban las horas, después de la escuela, armando esas fantásticas máquinas voladoras. Una vez armó un barrilete con forma de caja y le puso dentro un farolito con alcohol de quemar. Así que en las noches, lo remontaban, y allá iba el aparato, como si fuera una estrella, o un alma que volvía al cielo.
    – ¿Y el carruaje?
    – Le llevó un tiempo ponerlo en forma. Cuando lo tuvo listo, me dijo: Negro, mirá, mañana salimos a dar una vuelta. Más tarde, lo empleó para repartir el pan que Magín San Pedro horneaba a leña en la panadería de Garibaldi y O’Higgins.
    Era emocionante ver cómo lo recibían los pibes en las barriadas pobres. Íbamos por esos arenales, y llegaban algunos panes menos, que él les daba, como un Cristo pobre, a otros pobres Cristos, mientras yo mantenía el rumbo.
    Una vez, mientras íbamos a guardar el carruaje en el corralón de la panadería, Magín lo paró en la tranquera que había por O’Higgins, entre Garibaldi y Oliver, y le pasó las quejas por el faltante de pan. Juan le contó de los pibes con hambre, de que no sabía decir no, y, al pasar le comentó que iba a dejar el reparto porque se daría nomás, aquello de entrar en la Policía de Territorios. Magín lo felicitó… y yo me quedé con el corazón estrujado…
    ¿Cómo no me dijo nada?, me estremecí, como si un pasmo de frío me hubiera embrujado.
    Mas, Juan era así, incapaz de lastimar a nadie. Se guardaba todo, como las pitadas de los cigarros que armaba, y de las que sólo permitía escapar el aire envuelto de humo. El fuego se lo quedaba dentro. Y lo quemaría más tarde, irreversiblemente.
    – ¿Y se volvieron a ver?
    – Algunas veces más… Cuando iba con los hijos a buscar a la pareja de pavos reales que se subían a los techos de la panadería de Magín.
    Esos bichos volaban más de 50 metros. Yo alzaba la vista y los veía llegar. Detrás venía Juan. Me saludaba: “¿Qué tal, Negro?"”. Yo le respondía con la cabeza, sin decir nada. Con los pavos reales, no sé si la hembra escapaba del asedio del macho, que la seguía para deslumbrarla con el plumaje, o ella escapaba a propósito para que él le dijera cosas lindas con los colores y brillos sedosos.
    Juan, trepaba más de doce metros, hasta los techos, hablaba con Huberta, que así le decía a la pava, se la metía bajo el brazo, y bajaba, con el pavo real que no tenía más remedio que seguirlo. Luego les ponía unos trapos sobre la cabeza y volvía al hogar con el casal, uno bajo cada brazo, como si nada.
    Tal vez los Paz, don Urteaga, o alguien más, le bromeaban que los pavos no eran de buen agüero. Y Juan, riendo, meta meter fuego en cada pitada, les decía que no podía ser cierto, porque eran sagrados. – No se ofenda, pero suena a cuento.
    – ¡No me atrevería! ¿Por quién me toma?
    – Bueno… ¿con el carro y el carruaje qué pasó?
    – El carro lo compró un hombre recomendado por aquella familia que ¿vivía en la calle Libertad? Cerca del Molino era. Fabricaban y reparaban carros de madera de todo tipo, las ruedas, los rayos y unas carretillas, pesadísimas, que solían usarse en los hornos de ladrillos. Trabajaban mucho y estaban muy conectados con todos los carreros que se apostaban cerca de la estación de ferrocarril. Ahí fue a dar el carro.
    – ¿También me hará preguntarle por lo ocurrido con el carruaje? ¡No se haga el interesante!
    – Juan acondicionó el carruaje después de la aventura con la distribución de pan, y lo compró una familia de pompas fúnebres de detrás de las vías, que lo alquilaban, según se tratara de festejos o del Réquiem, para pasear a los recién casados, también para conducir a los difuntos a su irremediable destino.
    – ¿Y usted?
    – ¡Pensé que nunca lo preguntaría! Tanto interés en los otros detalles, y de un servidor no preguntó nada…
    – ¡Salga de ahí, que podría ser mi padre!
    – No me haga tan viejo, señorita. ¡Nací en el ‘30! Cuando quiera, en algún día libre, galopamos juntos por ahí, le muestro de qué soy capaz, si a usted le viene bien, y le sigo contando más cosas… ¡Quién sabe!


  1. Vea en Wikipedia la información sobre Pedro O. Luro↩︎

  2. Ataliva Roca. Vea la información publicada en Wikipedia. ↩︎

  3. San Huberto, el establecimiento de Pedro O. Luro, es hoy una reserva provincial que lleva el nombre del político, emprendedor. Luego de Luro, su propietario fue Antonio Maura y Gamazo. ↩︎

  4. Si es de su interés, consulte alguna información más sobre el olivillo↩︎