Abuela ponía el acento cuando se aproximaba el otoño, en que además del recambio de ropa de estación, también se debía mudar el ropaje de los muebles y de las ventanas.

Con la partida del verano, ya no eran necesarios los paños gruesos en los ventanales para apaciguar la radiación del Sol. Los sillones de la sala de estar recibían un vestuario más pesado, adecuado para soportar los cuerpos cansados reposando más tiempo ante el fuego, o en la bebida que congregaba a la familia.
Cuando las cosas iban bien, también cuando las cosas iban mal, abuelo convidaba a los pequeños de la casa con un sorbo de licor que deslizaba de la botella a la tapa. “Todos los que beban de esta tapa, seguirán unidos mientras vivan”, decía. “De una u otra manera”, repetía, ante las quejas de abuela, reiteradas cada año, para mostrar su desacuerdo con dar de beber alcohol a los más pequeños.
Era una ceremonia impresionante. Abuelo se quitaba las botas, el sombrero, cada una de las capas de abrigo aseguradas con botones, y los elásticos de las mangas. Todo era llevado ante la enorme estufa a leña de su habitación, colgado con una disposición que permitía ir rotando su ubicación ante el calor, hasta que la vestimenta estuviera seca, fuera lavada y preparada hasta que la ocasión lo demandara.

En ‘la pieza’, como abuelo la definía, en recuerdo del primer lugar en que él y abuela vivieron cuando llegaron ahí, el centro era el fuego. Allí, además de descansar, jugar a los juegos de mayores -y cuando lo decía, la abuela intentaba callarlo con un: “están los chicos, che”-, se lloraba, se reía; era un altar en los momentos de apuro, y fue el lugar del nacimiento de sus tres hijos. Habían sido cuatro, en realidad, pero la primogénita, una hembrita, pese a que se mostró tan vivaz cuando nació, se fue temprano.
Abuelo decía que se fue tan rápido como vino; que cumplió así una promesa que tenía una parte en los mundos siderales -así decía él-, y otra acá. Y cuando decía acá, yo imaginaba esta casa en el campo: el hogar de los abuelos. Mi hogar. El hogar de todos nosotros. El hogar de mi tía, la hembrita que partió a las estrellas luego de haber bebido del sol de la estufa, panza abajo en la cama de sus padres, que entonces reían más fuerte. “Porque éramos más jóvenes”, decía abuela mientras apretaba el pañuelo arrollado en la falda.

Nosotros, todos, alguna vez, habíamos estado en esa habitación, en esa cama. Abuelo nos llevaba, entre el cariño rezongón: “también, vos, sos como ellos”, que abuela murmuraba, cuando en banda, todos nosotros, todos los que no le pasábamos la altura del ombligo, nos agarrábamos a esos dedos gordos, toscos, enormes, calentitos y éramos conducidos a ‘la pieza’, a upa de esas alas de abuelo convertidas en manos. Ya allí, nos echábamos boca abajo en la cama, con las manos cubriéndonos los ojos; era la condición de abuelo para dejarnos ahí, en “esa amante vieja”, decía, mientras se desvestía y la ropa del día era trocada por otra tibia que abuela había desplegado en los sillones. A medio desvestir de abuelo, había un ritual de ellos, yo sabía que se abrazaban, porque en ese momento había un silencio enorme, acunado por las chispas y explosiones de las brasas. Después, las patas de los sillones se arrastraban hasta enfrentarse, piernas con piernas, puntas con puntas, regazo con regazo; ambos se sentaban y abuelo se descambiaba la ropa de trabajo, mojada, sucia, para vestirse con la de ‘estar en casa’. Se enfundaba las botas de beber el licor delante de las llamas, y, así, pelearle al frío, por fuera y por dentro, con la vista en la gran estufa bramante, donde la madera dejaba acariciarse por el fuego, hasta sumirse cenicienta.

– ¿Cambiaste las cortinas?, preguntó abuelo, una vez.
– Cambiamos, respondió abuela. Nietos, hijos y nueras ayudaron a cambiar los vestidos veraniegos de las ventanas y poner los de invierno.
Al comenzar el diálogo, abuelo servía licor en la tapita de la botella, en la taza que compartía con abuela, y en las que bebían sus hijos y sus esposas, y los tazones en que bebía el personal de servicio. Todos los grandes, manos con manos, arrimaban al fuego el banco que estaba junto a la pared. Y tras la ceremonia, lo devolvían a su lugar, para seguir sosteniendo la casa, como gustaba decir abuela.
Era una ceremonia muy especial, aquella. En esos tiempos, tal vez no lo sabíamos, lo especial era cotidiano.
En el momento en que la fogata y el fuego interior sintonizaban, alguien comenzaba canturreando. Seguíamos con El Completau, como decía abuelo, mientras abuela lo codeaba, o le daba un puntapié, disimuladamente. En esas ocasiones, yo apartaba la vista del fuego, con el ardor dulce en los labios, que ya había bajado hasta la panza y de ahí, creo yo, se estiraba hasta los pies y el cabello más finito de la cabeza. Volvía la vista para apreciar el fuego brillando en los ojos de los abuelos, pero especialmente en la lengua de abuelo que iniciaba El Completau con un insulto. La ronda iba a veces a la derecha, o la izquierda de ellos; a veces seguía desde donde mis padres y mis tíos se abrazaban en pares, desparramados sobre los sillones. Otras, arrancaba por el personal de servicio, que en esa sincronía fogosa, sabía, como nosotros, que estaba permitido el insulto. Entonces, iban encadenándose las frases, a veces tan largas, difíciles de recordar completamente, si no hubiera sido por los insultos que ayudaban a hallar sentido a esos hilos de Ariadna, en unas noches tan frías en las que El Completau era más que un laberinto.
En un momento, creo que cuando abuelo ya quería sentir el salado de la sopa en sus bigotes negros, se desarmaba el campamento; íbamos a la cocina. Hacíamos cola para que nos lavaran las manos, trepados a las piernas de nuestros padres, casi de cabeza en la enorme pileta enlozada. Abuela nos esperaba con un repasador que sacaba de la cocina a leña. En esa época, me parecía que a Doña Istilart, con su cara esmaltada y su plancha de fundición brillante, le depilaban de esa ceja única, repasadores y estropajos puestos a secar, porque ella también tenía derecho a ver.
Aquello, era un caos perfecto. Había un orden, aunque no lo supiéramos. Corrientes de vida, que de haber podido observarlas desde lo alto del techo, o más allá, desde lo sideral de las hembritas muertas, nos hubieran pasmado esos vórtices que confluían en la larga mesa de madera. Allí, a su ritmo, afloraban manteles, cubiertos, al que se unían los platos para sopa, tan hondos, ¡para tanta sopa junta!; luego, los playos, tan adecuados en su forma, que permitía arrebatarles hasta lo último, con el pan recién horneado. Cuando los platos llegaban, de mano en mano, desde los muebles en que estaban guardados, el abuelo siempre, siempre, repetía que esos aparadores guardaban el calor, cuando hacía frío, y entregaban los platos bañados por el fresco arrebatado al verano, cuando este pugnaba por llegar, incluso, hasta ese refugio enmaderado.

Abuela, entre otras muchas cosas, era guardiana de las ventanas, y de las puertas de la casona. Arriba de las puertas gustaba colocar ramitos de olivo sujetos con hilos dorados, y bendecía las ventanas con agua santiguada por el cura. No le preocupaba que esas lágrimas se secaran allí. Ponía el acento, sí, en secar cuidadosamente el vapor condensado en los cristales. Esas otras lágrimas no, no le gustaban nada. Disponía de un trapo grueso, para el primer secado. Luego otro de algodón, que no sé cómo no dejaba motitas. Y, por último, papeles de diario bien estrujados patinaban en el alcohol de curar antes que secara, y como si de magia se tratara, esas letras oscuras, esas fotos, dejaban como un brillo afilado.

Una noche, con los labios, el alma, y mi curiosidad caliente por la tapita de licor y el cabello abanicado por las ondas fueguinas, me volví y pregunté: –¿Abuela, por qué usás el alcohol para curar las ventanas? Abuelo lanzó una carcajada, y abuela, sonrió. Sentí algo pesado en la boca, y en mis labios se fundían el dulce del licor y una sal enrojecida. Papá puso el pañuelo sobre la partidura, más para silenciarme que otra cosa. Yo amaba llorar. Amaba el silencio. Lloré sin lágrimas, el grito ahogado, más doloroso que el castigo recibido. Mamá se arrodilló delante de mí, y me alzó en brazos. Entonces, abuelo dijo: –¿Puedo?–. Mamá lloraba, papá también -tonto, le decía ella-. Mis primos estaban en etapa de pre-llanto, con bocas y ojos redondeados. Descendí en el regazo del abuelo, que me besó con sus bigotazos negros y sus enormes dedos calentitos escurriendo el vapor de agua que habían exhalado mis ojos esa noche. Llamó a mis primos, nos protegió con sus brazos enormes, abarcadores; y cuando lo miré, él también lloraba. Así como la abuela. Todos llorábamos.
Abuelo alzó la vista, como si hubiera perdido algo en la pinotea del techo, engarzada con ladrillos colorados. Sostuvo la mirada, alta, sideral, y contó el cuento.
En la casona, muchos años atrás, a comienzos del invierno, a meses de nacer, partió la hembrita. (Como papá me había impuesto silencio cuando se tocaba este tema, pensaba en mis adentros más profundos, para no ser escuchada por nadie: ¿Por qué tan apurada?) Abuelo decía que vino a aprender algo, lo hizo más rápido que nosotros y volvió con los dioses a las estrellas. Fue en un día muy frío. La hembrita ya amaneció mal y desmejoró tan velozmente que al caer la tarde, se había ido. En un momento, antes de irse, abrió los ojos, les sonrió, dijo algo en el idioma de los bebés, y con la mano izquierda apuntó a la ventana. Abuela la envolvió y, hamacándose, para hamacar a su hija, fueron juntas hasta la ventana. Sus deditos jugaron con la niebla espesada de los vidrios, miró a su madre sonriente y volvió a atisbar más allá. En el patio, imperceptiblemente, se sacudió la lavanda. La niña rió, y se agitó feliz. Con la mano libre, abuela repasó el vidrio empañado, y el de junto, y el otro, y otro más, para poder ver mejor. Un rostro apareció en la ventana. Fijó la vista y, en realidad, percibió dos ojos amarillos y, en las sombras, perfilarse una forma gatuna. “Antonio, andan los gatos en la lavanda”, dijo.
Abuelo de un salto estuvo junto a ellas: “¿Será Shere-Khan?”, preguntó a la niña, y observó él también. “¡No! ¡Es Bagheera! ¡Es Bagheera, mi hija!"; se corrigió como una explosión. “¡Es Bagheera, Consuelo!”, exclamó a su mujer. “¡Mire, hija!”, gritó. Y cuando la miró, la niña ya dormía.
Contó que después secaron sus lágrimas y miraron el patio. De la lavanda, irguiéndose, emergía Bagheera, la hermosa gata negra, con la hembrita echada de panza sobre el lomo de noche. Luego, lentamente, se adentraron en la niebla que empezaba a formarse.
Desde entonces, abuela tuvo los vidrios limpios para ver si Bagheera, o tal vez Shere-Khan, bajaban de las constelaciones gatunas a llevarle noticias de su niña dormida.