Viajé a Buenos Aires desde el interior de Argentina para participar de un encuentro internacional de hackers. Elegí como residencia un hostel. Llegué temprano y no pude alojarme sino hasta después de las 14 horas de ese día. Entonces, hablé con la encargada, me describió el lugar, que contaba con terraza y cocina disponible para a todos los usuarios. Me duché, porque estaba caluroso, y disfruté el viejo parquet lustrado de la habitación caminando descalzo y almorcé, desnudo, frente al espejo, unas porciones de pizza acompañadas con agua mineral. Fui y vine sin promesas durante los tres días. Tenía como refugio esa habitación con dimensiones de otros tiempos, techos altísimos, una cama muy amplia y una enorme pintura en la pared detrás del respaldo. En cada intervalo del encuentro realizado en una de la instalaciones de la Organización ORT huía al refugio, por un refresco y por el ritual del baño. Me quedé un día más. En la última jornada salí a comprar, por la zona, un nuevo bolso, porque el que había llegado conmigo se me había roto en la vereda, a las 8 de la mañana de mi día de llegada. Así fui al encuentro. Así pasé la revisión del personal de seguridad del encuentro. Así superé las dos etapas de seguridad de la Organización ORT, con mis pertenencias que parecían no plegarse a mi necesidad de que se quedaran allí. Con un nuevo bolso a cuestas, volví al hostel. Tras acomodar mis cosas, fui a buscar a la encargada a su habitación, contigua a la mía. Apareció radiante, mientras un grupo de jóvenes fumaban sonrientes, sentadas en la escalera que llevaba a la cocina y a la terraza. Le pedí la cuenta, me informó el costo y pagué en efectivo. Le ofrecí el bolso desquiciado por si alguien pudiera necesitarlo. Ingresamos a la que había sido mi habitación por esos tres días, le di el bolso. Me preguntó a qué me dedicaba y por qué había estado ahí. Le respondí. Y en ese momento mi teléfono celular sonó informándome que un amigo me esperaba en la puerta. La encargada acudió al llamado del timbre de mi amigo. Al regresar nos despedimos con un beso luego de devolverle las llaves de ingreso al hostel, y a mi refugio. A la salida, mi amigo, sin saludarme casi, me dijo: “Así que te pasaste tres días en un putero”. ¿Cómo un putero? Es un hostel recomendado por los organizadores del encuentro de hackers, repliqué. “¿Y la encargada que tal?”, insistió. Parecía extranjera. Tenía un acento raro, dije. “Para mí es paraguaya”, explicó él, mientras nos dirigíamos en busca de un bar para contarnos la vida.