Caía la tarde, y como era un otoño con características invernales, la oscuridad estaba muy apresurada por despedir al Sol. Estaba en eso, cuando vino El Chulengo y me contó esta historia.

Era la mañana del domingo 17 de junio de 2018. Él se sentía desahuciado, sin fuerzas, así que como pudo llegó a la salita sanitaria del Barrio Aeropuerto. Allí lo recibieron, como siempre, y por señas El Chulengo le dijo a la doctora qué lo traía mal ese día.

Con la enfermera de turno, le recomendaron que debía bañarse tan regularmente como alimentarse. Y que en el futuro, si no lo hacía, ni una transfusión de sangre podría salvarlo. Y le mostraron agujas enormes, la sonda y el recipiente para enemas, porque para la transfusión, le dijeron, debían vaciarle - más de lo que ya lo tenía en su cotidianidad - el estómago.

Con el apuro y la preocupación que la situación ameritaba, El Chulengo puso rumbo al Santa María, porque a esa hora había misa en el Salón de Usos Múltiples, y eso significaba chocolate caliente, torta y juegos. El Chulengo no sabía qué edad tenía, pero estaba convencido que debía ser como un niño, porque ahí le permitían sentarse delante de todos, frente al cura, jugar con los chicos, comer torta y beber chocolate.

Estaba sentado en el cordón de la colectora de la avenida de Circunvalación, esperando que el semáforo habilitase su paso al otro lado y de allí bajar por la calle de tierra hasta el Salón de Usos Múltiples. En eso andaba, cuando llegó un hombre joven, alto, atlético, de cabello corto, vestido y calzado íntegramente de negro, con dos acompañantes. El hombre con un movimiento rápido y ágil, se sentó junto a El Chulengo, en el cordón, y sus acompañantes se quedaron de pie, las manos cruzadas - derecha sobre izquierda - apenas sobre el bajo vientre.

El hombre le dijo, mientras le guiñaba el ojo, que estaba dispuesto a darle la sangre para la transfusión, de la que le hablaban siempre las chicas en la salita. Le hablaba sonriente y distendido. Luego le dio un golpe suave en la espalda, como para impulsarlo o quitarle peso de encima, le acarició la cabeza cariñosamente y, del brazo, cruzaron, los dos, seguidos por el otro par, la avenida. Bajaron por la calle de tierra hasta el Salón de Usos Múltiples, y cuando entraron, la misa ya había empezado.

El Chulengo se sentó en primera fila, junto a los niños. Saludó al hombre joven, y a sus dos amigos, que se quedaron detrás. El hombre desatascó la puerta de entrada y ayudó a Gino cuando entró apurado, porque estaba retrasado. Luego alzó a la niña pequeña, descalza. La niña, diminuta y de una palidez azulada por sus venas ateridas, tomó un color rosado cuando el hombre le acarició la cabeza, le despejó las greñas, como si del cabello más adorado se tratara, y con el dedo humedecido le peinó las cejas y le arqueó las pestañas. Sonriente, uno de sus asistentes le entregó un par de zapatillas de alpaca, tejidas por las ñustas, que el hombre le calzó después de besarle los pies. El otro acompañante extrajo de su alforja un vestido, un tapadito y un gorro tejidos por las benditas del Altiplano.

El hombre la besó en la frente, y la niña le sonrió cuando la depositó en el suelo, dándole un pequeño golpe en la espalda, donde se supone que enraízan las alas angelinas. La pequeña, ataviada de amor, siguió su rutina dominguera; recorrió las hileras de sillas de plástico, y fue de falda en falda, de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda, en busca de calor. El hombre joven, atlético, con su cabello corto, sonrió, y lloró, cuando leyeron los propósitos de esa misa por el día del padre. Abrazó y deseó la paz a cada uno de los presentes que abrazó. Rezó y siguió los pasos rituales de la ceremonia.

De pronto advirtió el vapor que exhalaba y uno de sus amigos dijo que hacía frío; el frío atrapado en el recinto. Entonces, el hombre indicó el gran calefactor junto a una de las paredes. Su compañero pensó: “son los contrasentidos, aún dos mil dieciocho años después”. El hombre sacudió la cabeza. Frotó sus manos, inadvertidamente, y un calor naranja, luego tornasolado, inundó la improvisada capilla.

Apenas habían hecho la última señal de la Cruz de la ceremonia, cuando el hombre y sus dos acompañantes se marchaban. El Chulengo les dijo: “¡esperen!”, y los presentes dijeron: “shhhh”, sin caer en cuenta que El Chulengo había hablado. Más, tan siquiera el propio Chulengo lo había advertido, y despidió al trío que se retiraba con un ademán cariñoso. Levantaron su mano derecha, a modo de respuesta, se enfundaron en sus chaquetas negras que les cubrían hasta las rodillas, y abrieron la puerta tan silenciosamente como la cerraron detrás de sí.

Rodearon el Salón de Usos Múltiples, rumbo al Sur, y en la esquina jugaban a la pelota tres niños. Los seis juguetearon un rato, luego él los rodeó con sus brazos cuando los pibes se sumaron a la barrera que encabezaba. Los niños se habían multiplicado y juguetearon y rieron cuando él los alzó, los abrazó y les frotó la cabeza, sin importar a qué bando representaban. Luego les dio el consabido golpecito en la espalda, uno a uno, y les susurró algo al oído.

El Chulengo aún saboreaba un pedazo de torta cuando dio alcance al trío, encaminándose a un descampado cercano. El hombre, y sus acompañantes, caminaron sobre la escarcha, sin astillarla siquiera. El Chulengo saltó el charco congelado y se les unió poco antes de llegar al claro. Los tres le abrazaron y se subieron a una enorme burbuja que, antes de elevarse, fue invisible. El claro había reverdecido, pero El Chulengo no lo advirtió, porque quedó embelesado mirando el cielo, acunado por el viento cálido que desplegó el dispositivo.

Le leí a El Chulengo lo que me había contado. ¿Fue así como sucedió?, le pregunté. “No podría decirte que sí, con absoluta precisión. Tampoco que no”, me respondió fluida y claramente, como si hubiera articulado las mejores explicaciones por siempre jamás.

Cuando desperté de la siesta, apenas un momento antes El Chulengo me había hablado, su recuerdo se desvanecía. Los colores, la calidez iban perdiéndose, tomando colores tenues, pasteles y diluyéndose como una acuarela en el agua profunda de la memoria.

¿Lo escribí bien?, le pregunté. En medio del silencio, él reía. Yo, lloré y lloré desconsolado, descontrolada e inexplicablemente.