Quién soy, se había preguntado desde el nacimiento.
Algunas respuestas había obtenido hasta los 3 años. A los 5, no reconoció cuando lo llamaban, en público, por el apellido.
A los 6, su madre desconoció que utilizara la denominación flaco para referirse a él. Así que vació de todo sentido la frase “mi flaco”, que ella pronunciaba de tanto en tanto para dirigirse a él. Rápidamente olvidó el esmero puesto en escribir flaco en el cartel del regalo que había hecho en la escuela. Al fin y al cabo, fue el único regalo que quedó sin recoger, hasta que ella lo advirtió, lo tomó y lo puso en su cartera con un “¡qué lindo!”. De regreso al hogar, estuvo tentada de preguntarle por qué había escrito flaco como algo que sería reconocible para ella. Desistió, porque él ya corría varios metros delante, con la cabeza en otra cosa.
Cincuenta y cuatro años después, él supo que su madre se refería a su marido como “mi gordo” en las charlas con compañeros de oficina. Pero en el hogar jamás había escuchado que ella usase el término, en el día a día, con su padre.
Tal vez, habían transcurrido 57 años, o menos, cuando él halló la respuesta a su interrogante de siempre: ¿Quién soy?. Nadie, había encontrado. ¿Qué soy? Nada, supo entonces.
Una penetrante y sutil plenitud, lo abrazó.