Buscó el cortador de uñas. Lo había acompañado durante 30 años.

Es extraño, pero sostenemos cosas a lo largo del tiempo y, olvidamos, o la mente lo hace por nosotros, porque evalúa que podría impactarnos negativamente en el día a día.

A quién le interesa, sin que lo perturbe, conocer la cantidad de gérmenes que alberga un cortaúñas. Acumulados allí por décadas.

Confiamos en nuestro cortaúñas de siempre. Confiamos.

Es el que utiliza toda la familia. Y algún invitado al hogar, a quien se le ha partido la uña mientras llegaba aquí. O ya no puede soportar enganchar toda la ropa con un duro colgajo del dedo que se resiste a ser alcanzado con los dientes.

Así que, sí, positivamente, allí están los aportes de las uñas de los invitados. Y de sus bocas. En el dispositivo en el que confiamos.

Dudo que pudiera atestiguar sobre la sanidad de mis uñas, o de mi boca. ¿Ustedes pueden salir indemnes de esa prueba?

Supe de gente que tuvo crisis cardíacas fatales porque tenían una infección en la lengua. Parece que ambos son músculos, el corazón, y la lengua, que comparten conexiones.

También encontramos una gran cantidad de hongos a los que les gusta alojarse en las uñas.

Pensemos los lugares que recorren nuestros dedos en sólo una hora.

No sé si todos podremos recordar que hicieron, hicimos, con nuestros dedos en los pasados 60 minutos. Y las uñas están en los extremos.

Rascamos una mancha sospechosa del marco de la puerta.

Hurgamos, especialmente, el foso izquierdo de nuestra nariz.

Pasamos nuestras manos, alternativamente, por nuestro cabello.

Frotamos nuestras manos.

Acariciamos el perro, el gato, el hámster.

Metimos el extremo de la mano en la boca. Algo parecía estar fuera de lugar, y pugnamos porque las habilidades prensiles de nuestros dedos, nos echen una mano también en esta tarea.

Algo nos inquietó en la oreja.

Atamos los cordones de nuestro zapato.

Alcanzamos un caramelo caído a un niño.

Pasamos nuestra mano, como corresponde, por el pasamanos de la escalera de nuestro edificio.

Pulsamos el botón para que el ascensor nos busque.

Esgrimimos la perilla de ingreso al banco.

Llenamos comprobantes con la lapicera pública, resguardada del robo por un cable acerado sujeto al mostrador. Recorremos esa extensión protectora hasta hallar la punta del bolígrafo.

Recibimos el dinero en efectivo del cajero automático tras haber pulsado los botones que habilitan las operaciones.

Antes extrajimos la tarjeta de nuestra billetera y quitamos una de las pelusas almacenadas en el interior de ese recipiente de cuero viejo en que se ha convertido este obsequio de, vaya a saber cuál, aniversario.

El cambio de temperatura, el polen en el aire nos irritan, así que usamos una y otra vez nuestro pañuelo. Nos auxiliamos con la mano.

O desechamos el pañuelo descartable que nos niega una vez más la carambola, y cae al piso.

Compramos, al paso, una botella de agua.

Hay que hidratar la garganta, que es atacada por una picazón pertinaz, por lo que abrimos la puerta del kiosco, la puerta del dispenser refrigerado. Elegimos la botella de la marca de nuestra preferencia. Le quitamos la tapa, que esperó pacientemente, días, meses atrás, pacientemente en la embotelladora la llegada de la botella llena de agua. Dispositivo que a su vez esperó pacientemente la llegada del envase de embalaje. ¿A la botella le colocaron el rótulo de la marca antes o después del llenado?

Bebemos casi desquiciadamente de la boca de la botella, sostenida con una mano mientras los dedos de la otra sostienen la tapa. Jugamos con ella. Y si por cualquier ley murphiana, la tapa da en el piso, boca abajo, observamos a ambos lados antes de recogerla, y restregarla contra el pulóver, con la pretensión de dejarla prístina.

Retiramos con el envés de la mano el excedente de agua de la comisura de los labios.

Abrimos el envoltorio de la golosina que tomamos del escaparate frente al cajero del kiosco.

Ahuecamos el dedo gordo de la mano para quitarnos una molesta, ¿qué es?, de la pestaña del ojo izquierdo. Lo que fuera, ya no está allí.

Nos colocamos el sombrero que habíamos dejado sobre el montón de diarios cercano a la caja del kiosco.

Regresamos a casa luego del pequeño tour.

Olvidamos la bolsa de los mandados. Ya no hay bolsas de plástico, y está bien, es un grave factor de contaminación. Tomamos el pan del cesto de la panadería, y en la calle, o no, ponemos el pan bajo el brazo - como en el dicho popular, y los dichos populares representan lo impoluto -, un instante, en tanto devoramos un grisín que tomamos de la bandeja ‘sírvase usted mismo’ que los clientes podemos hurgar y degustar, gratuitamente, en la espera de nuestro turno para pagar.

En mi caso, vuelvo feliz. Hice la mayor parte de lo que me propuse.

No sé por qué llevo toda la mañana pensando en el cortaúñas.

¡Ah! Hoy es lunes, y me espera mi sesión de podología de entrecasa.